Publicado 29/04/2016 08:29

Entre dos mundos, ninguno

Entre dos mundos, ninguno
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   Por Sonia Agudo Capón, Project Officer. Fundación Internacional Baltasar Garzón

   MADRID, 29 Abr. (Notimérica) -

   "Quizás yo, en su lugar, también lo hubiera hecho".

   Es un pensamiento oscuro que me acompaña desde hace años. Nació en mí esa primera vez que pude escuchar los silencios que todo el mundo calla. Los que hablan de las vidas que la desesperanza se lleva antes de tiempo.

   Llevaba ya meses estudiando la lucha de aquellas comunidades indígenas que en poco tiempo cambiarían mi vida por completo. Incontables documentos, estadísticas y sentencias me abrieron las puertas a un sinfín de aberraciones históricas por mucho tiempo silenciadas. Sin embargo, terminé sumergida en su realidad a través de todos los sentidos. Sin necesitar libros ni papeles, sin firmas ni números. Escuché y viví historias condenadas al silencio, historias que por ocultas se vuelven condenas en sí mismas.

   Conocía bien sus nombres, sus voces y sus miradas el día que me hablaron por primera vez del alarmante número de suicidios entre los adolescentes de las comunidades. Recuerdo el escalofrío, y también la sonrisa. Esa que se coló en mi mente, la de aquella niña siempre vestida con la camiseta azul de algún equipo de fútbol ya irreconocible. La misma que me hizo entender que por mucho que iluminen alrededor, esas sonrisas tienen fecha de caducidad. Y es que el paso del tiempo se ensaña tanto con sus vidas, que para los indígenas existe una edad a la que muere la esperanza. Y no he encontrado libro en el mundo que lo demuestre. Son historias que nadie quiere contar, cargadas de vergüenza, silencio y dolor. Historias que obligan a ahondar en la oscuridad de muchas miradas para descubrir cómo la muerte llega antes de tiempo, cada vez que algún niño la llama.

   La adolescencia de los indígenas es un limbo identitario, un puente a la adultez que no todos deciden cruzar. Recurren al abuso de alcohol como vía de escape, lo cual incide directamente sobre su salud mental. Para ellos esta etapa de cambios hormonales y físicos trae de golpe la pérdida de toda inocencia. La realidad les sitúa entre dos mundos, sin pertenecer a ninguno de ellos. A un lado su identidad indígena, quebrantada y denostada desde mucho antes de nacer. Al otro, la sociedad occidentalizada y capitalista que conocen de lejos, que les expolia, les abandona y les somete, y a la que nunca tendrán acceso pleno. Abandonan la infancia sin encontrar lugar ni en su propia comunidad, ni en las sociedades envolventes, quedando condenados a la anomia. Los suicidios se dan en un contexto de discriminación, marginación, colonización traumática y pérdida de formas de vida tradicionales.

   Lamentablemente, tanto las cifras reales como las causas son una incógnita que oscila entre la desidia de los Estados y los mitos que proliferan en las poblaciones que lo sufren. Otro obstáculo importante son las instituciones del sector salud en América Latina, que hasta la fecha no han desarrollado ningún estudio epidemiológico de salud mental en comunidades indígenas, además de contabilizar a menudo las defunciones por suicidio como "subregistros de muerte".

   UNICEF reveló en su único estudio al respecto 'Suicidio Adolescente en Pueblos Indígenas', la desproporcionada incidencia de suicidios entre adolescentes de determinadas comunidades indígenas en relación con los promedios nacionales. Los porcentajes más altos a nivel mundial se registran entre los isleños Tiwi en Australia, los niños Guaraní en Brasil, niños Innu e Inuit en el norte de Canadá y Groenlandia y entre los jóvenes pastores Khanty de Siberia.

   En el caso concreto de los guaraníes, alcanzan cifras 30 veces superiores a la media nacional. Del 2000 al 2013 el Distrito Sanitario Especial Indígena (DSEI) reconoció 684 suicidios de adolescentes Guaraní-Kaiowá. La registrada más joven fue Luciane Ortiz, que tenía nueve años cuando se quitó la vida. Rosalino Ortiz, guaraní ñandeva, explica así este proceso: "Los guaraní se están suicidando porque no tienen tierras. Ya no tienen espacio. Antes éramos libres, ahora ya no somos libres. Por eso, nuestros jóvenes miran a su alrededor y piensan que no queda nada y se preguntan cómo pueden vivir. Se sientan y piensan, olvidan, se pierden y, al final, se suicidan"

   Un profesor awajún, segundo pueblo más numeroso de la Amazonía peruana, declaró a la prensa local: "Es una ola de suicidios. Las mujeres, hasta adolescentes... se ahorcan con su propio pelo. Con su propio cabello se pueden colgar de un árbol". También en Perú, Rita Catashunga, una madre Kukama que ha hablado públicamente para denunciar el suicidio de su hija de 13 años, declaraba que "un primo suyo de 12 años se había ahorcado una semana antes. Y unos días después de que ella se mató otro adolescente de 16 años. Esto no tiene fin".

   Óscar Espinosa, antropólogo de la Pontificia Universidad Católica del Perú, estudia este fenómeno desde hace más de diez años. Afirma que antes los jóvenes indígenas sabían que se dedicarían a la chacra o a la pesca como sus padres y abuelos. Tenían un rol definido. Ahora no hay respuestas claras y eso incrementa la sensación de desarraigo.

   He visto cómo la estigmatización disfraza la verdad con un manto de excusas fúnebres. Con accidentes o enfermedades que nunca existieron. Es necesario convivir y compartir con ellos para ser capaz de escuchar ese lenguaje íntimo a la vez que universal: el sufrimiento. ¿Qué clase de desesperanza lleva a tantos niños, niñas y adolescentes a optar por la muerte para huir de su realidad? Yo me pregunto si lo que les lleva al suicidio no es el deseo de morir, sino el temor a vivir una vida que se resquebraja. Que no es otra que la vida de sus padres y sus abuelos.

   Aún recuerdo la voz pausada de Belén, mientras me ofrecía su tereré "Se ahorcan cuando han estado tomando. O se meten un tiro. Se matan borrachos". Otra madre más sin hijo en el Chaco paraguayo. En América Latina. En el mundo. Y cuando el hijo acaba con su vida, y la madre entierra su historia, somos el resto los que quitamos la esquela y dejamos sólo el silencio de una vida más que no pudo ser.